Crónicas: maestros mascareros de Tempoal.
- Reprise de La Jornada.
- 22 oct 2017
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Dicen que allá, en el tiempo mítico que se pierde con los años y se mezcla con la tradición oral, los hombres antiguos se dieron cuenta que durante las fiestas de Todos los Santos, no sólo los difuntos venían al mundo de los vivos para compartir una vez al año el regocijo del encuentro. También entre la multitud abrumadora de vivos y muertos, se deslizaba silente la muerte misma dispuesta a llevarse al desprevenido. Viendo esto, los hombres antiguos decidieron ataviarse todos de personas diferentes, ponerse máscaras, vestirse del sexo opuesto si era necesario, con tal de burlar a la muerte y quedarse, un año más en la vida.
La máscara, la tarjeta de presentación del yo imaginario, la principal puesta en escena para que la muerte no reconozca al incauto se volvió el accesorio primordial, un objeto invaluable que valía la pena procurar incluso más que nuestros verdaderos rostros; la máscara no sólo burla a la muerte sino que, en ocasiones, la iguala o la espanta. Por ello en la Huasteca, durante las fiestas dedicadas a los muertos, las máscaras tradicionales se pueden catalogar en 2 grandes tipos principales: Las máscaras místicas, llamémosles así, y las máscaras míticas.
Las máscaras místicas evocan un universo extrahumano en el que caben la burla, la igualación y la afrenta directa a la muerte, evidenciadas en las Máscaras Boconas que lucen grandes labios rojos y carnosos circundando unos dientes cuadrados y pelones; las Máscaras de la Muerte que nos remiten al cráneo humano y Los Diablos que, con actitudes grotescas se encargan de asustar a la muerte. Las máscaras míticas por su cuenta, evocan el choque cultural del cual proviene la sincrética población de la huasteca: se representan como Máscaras de Aztecas o Apaches y Máscaras de Vaqueros, las Máscaras Bigotonas o las Máscaras de Mujer; siempre en este ejercicio de la dualidad complementaria que da vida a la riqueza cultural de la región.
En el pasar de los años se desconoce de manera oral el origen de este ritual, porque más que expresión folklórica o cultural, la tradicional viejada que se baila en las fiestas de los fieles difuntos, es un ritual que se encarga de reforzar un mito desconocido por muchos; a fuerza de ser cíclico se vuelve motor de vida de la población; eje sobre el cual gira incluso la manutención diaria.
El maestro artesano Gregorio Hernández González de 67 años de edad ostenta el título de ser el artesano mascarero más grande de Tempoal y tras 25 años de tallar máscaras ha salido a diversos puntos de Veracruz e Hidalgo a impartir cursos a otros artesanos; comenzó a trabajar a los 30 y tantos –comenta mientras en sus piernas se apoya un rostro serio de cedro rojo y lo socaban sus duras manos por el lado opuesto golpeando una gurbia con fuerza-, “yo aprendí viendo a mi suegro, él era el mero canijo. Aprendí nomás de puro ver. Mi suegro le enseñó a mis hijos, pero yo aprendí de ver nomás.”
Después, su suegro pasó a formar parte de los que nos visitan cada año en las fiestas de fines de octubre y principios de noviembre; Don Gregorio se quedó con el trabajo de tallado de máscaras y junto con su familia, -porque se trata de un trabajo familiar- se han dedicado desde entonces a la creación y venta de estos otros rostros que protegen a los vivos de la fría decisión de la muerte.
Con cada pieza de arte-objeto se llevan aproximadamente dos días de trabajo: él y sus hijos y yerno las tallan sobre los duros troncos de cedro rojo o blanco y las mujeres de la casa se dedican a darle el colorido tan peculiar que las caracteriza.
Hay para todos los gustos y para todas las edades y tamaños, por lo que pueden ser realizadas en cualquier tipo de madera, pero los años le han enseñado que la mejor madera es el cedro y que la mejor medida para las máscaras es uno mismo: “Ya tiene uno el molde en la mano”.
En el barrio tradicional de La Quinta se le escucha trabajar mientras los preparativos de la tradicional comparsa del barrio se van cuajando con la masa de los tamales y la nata del chocolate. Arriba, en el centro de Tempoal, la gente se congregaba frente al Palacio Municipal para ver la primer viejada ejecutada por los niños del kínder y de la escuela para niños con capacidades diferentes. Hacia el otro rumbo, en la colonia Ricardo Flores Magón, la tarde se apagaba en una loma desde la que se descuelga una tímida vereda entre los árboles, al fondo se escuchaba el golpetear acompasado de la gurbia diestra sobre otro rostro de cedro rojo.

Porfirio Navarrete tiene igual 67 años y veintitantos años haciendo máscaras; a fuerza de tanto procurarles su personalidad su rostro ha adquirido esa notoria seriedad, esa mirada penetrante que observa atenta las vetas de la madera parecen escudriñar el entorno en la amarillenta luz que le acompaña en su trabajo. Los dedos de Don Porfirio tallan otra historia –porque en realidad cada artesano imprime en sus máscaras parte de su historia.
Don Porfirio aprendió solo, nadie le enseñó. Pese a que su padre fue mascarero también, él no aprendió el oficio porque era muy pequeño para eso, comenta casi sin apartar los ojos de su obra; le gusta cuidar al máximo los detalles de sus obras, por eso sólo trabaja por encargo: “No le hace que me tarde más y haga menos máscaras, me gusta que queden bien hechas” dice en voz baja.
A diferencia de los demás mascareros, él se tarda 3 días en tallar una máscara. Y sólo eso, él no las lija ni las pinta, la gente se las encarga así, lo que buscan es ese sello particular que deja en cada una de ellas, esa expresión final que se queda en los rostros de madera. Parecen burlarse o tener una expresión de horror, todo depende de la intención, por eso cada máscara es diferente.
Las máscaras tradicionales más difíciles de hacer son las de la muerte y el diablo, porque llevan mucho detalle, pero parece que eso le obsesiona, verlo trabajar es como ver en vida al personaje principal del cuento “Dedos de luna”; a la sombra de sus árboles, como en una noche cálida y en lugar del tecolote aquél, el perico que repite algunas palabras mientras Don Porfirio, ensimismado, le da vida a una de sus creaciones.
Tiene muchas herramientas para su trabajo con la madera, pero sobresale una gurbia ‘hechiza’ que su padre mandó a hacer hace 70 años, porque él –comenta- fue carpintero y maestro mascarero. Quizá Don Porfirio no aprendió directamente de él, pero seguro, año con año algún consejo extrahumano le llega en el humo del incienso y el aroma de la flor de cempasúchil. Así, la muerte no es amenaza, es más bien un motor de vida.

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